jueves, 26 de noviembre de 2015

UN NUEVO CICLO

Prepárense para lo desconocido
estudiando como otros, en el pasado,
enfrentaron lo imprevisible y lo impredecible.
George S. Patton

Hegel alguna vez manifestó que los pueblos y los gobiernos nunca aprendieron nada de la Historia ni actuaron según principios deducidos de ella. En otras palabras: si hay algo que la Historia nos enseña ese algo es que los seres humanos no aprendemos gran cosa de la Historia. Y el problema no es menor porque, para redondear la idea, tendríamos que escuchar a Chesterton quien nos advertía que podemos estar seguros de equivocarnos acerca del futuro si nos equivocamos acerca del pasado.

Sucede que en la Argentina vivimos equivocándonos en ambos sentidos. Se equivocaron aquellos que – calificados de "estúpidos que gritan" y de "imberbes" por el mismo Perón el 1° de Mayo de 1974 [1] – encontraron finalmente el huequito por dónde meterse el 25 de Mayo de 2003 de la mano de los Kirchner y gracias a una colosal equivocación de Eduardo Duhalde. Y se equivocaron también – y por mucho – los Martínez de Hoz, los Sourrouille; los Cavallo,  y sus numerosos émulos y sucesores que llevaron el país a la hiperinflación primero, al remate después y a la cuasi-paralización económica al final.

¿Por qué los políticos argentinos – o bien, si no queremos personalizar, la política argentina – siempre se equivoca?

La respuesta corta es: "porque se niega a reconocer sus errores". Me dirán ustedes que es una respuesta demasiado corta y que hay toda una serie de otros factores. Es cierto. Pero yo sugeriría apuntar a este factor tanto como para centrar el inicio del análisis.

Seamos honestos: a nadie le gusta tener que reconocer un error. Pero una cosa es que una metida de pata te dé rabia y otra muy distinta es que después de mandarte una regia macana trates frenéticamente de ocultarla o de negarla con mil argumentos que hagan que parezca un éxito. El error genera en nosotros una irritación que se puede combatir de dos maneras. La una, positiva, es reconocer la equivocación, identificar qué es lo que nos ha llevado a cometerla y luego hacer lo posible por minimizar sus consecuencias nefastas. La otra, negativa, consiste en profundizar esas consecuencias insistiendo en el error, ya sea con el argumento de que el error no es tal sino, por el contrario, es un éxito que el enemigo no quiere reconocernos; ya sea negándolo de plano y afirmando que simplemente no existe.

Sucede, sin embargo, que la manera de manejar los errores en política es algo que puede llegar a ser sumamente complejo. Por de pronto a la conducción política no se le perdonan los errores así como así. Quien se presenta ante millones de personas con la pretensión de encargarse de una de las tres funciones esenciales del Estado – como lo es la función de conducción – no puede estar cometiendo errores a cada rato. Si se equivoca más allá de lo tolerable (y el margen de tolerancia es por demás reducido en este caso), no solo pierde credibilidad sino hasta legitimidad. El barco no puede estar al mando de un capitán que no sabe diferenciar un iceberg de una ballena.

La otra gran cuestión es el "microcosmos" que tarde o temprano envuelve a todo político cuando accede a una función central de gobierno. Por regla general la política reúne a personas que comparten la misma cosmovisión o, al menos, cosmovisiones similares expresadas en ideologías compatibles. Esto las lleva a compartir no solo determinados proyectos y objetivos sino también una cierta y determinada interpretación de los hechos reales objetivos que ocurren a su alrededor. El problema con esta interpretación es que muchas veces resulta fuertemente distorsionada por la ideología subyacente, por lo que se convierte en un "relato" con elementos que no son ciertos pero que las personas que comparten la ideología quisieran que fuesen ciertos. Luego de algún tiempo, el cenáculo que constituye el "microcosmos" gobernante termina creyendo realmente que el relato ES la realidad misma y le transmite esa creencia (que opera casi como una fe religiosa) al resto de su militancia de apoyo.

Por ejemplo: si la dirigencia se considera a sí misma como "la vanguardia del proletariado" luego, cuando consiga juntar a más de 500 personas, ya hablará de la "movilización de las masas". Si esas 500 personas protestan por alguna cuestión gremial ya será "la lucha del pueblo trabajador contra la explotación capitalista y la injusticia social". Y si de pronto esa dirigencia consigue meter 50.000 personas en la Plaza de Mayo [2] ya será "el testimonio del pueblo argentino cuyo claro mensaje no puede ser ignorado". Que en una ciudad de 14 millones de habitantes las 50.000 personas representan un muy módico 0,36 % ya es una realidad que nadie de esa corriente política querrá tener en cuenta.

En resumen: Los cenáculos políticos y sus círculos de militantes muchas veces se construyen una imagen del mundo y luego se pegan el gran porrazo cuando la realidad les obliga a constatar que esa imagen no se condice para nada con el mundo real.

Los que a la noche del 22 de noviembre pasado lloraban ante el bunker de Scioli y no conseguían entender el resultado de las elecciones quedaron atrapados en la misma trampa que encerró en 1983 al peronismo que perdió la elección frente a Raúl Alfonsín.


En esa oportunidad todos le echaron la culpa a Herminio Iglesias por la famosa quema del cajón. La verdad es que, en circunstancias normales de gran efervescencia y entusiasmo peronista, la acción de Herminio hubiera pasado prácticamente desapercibida. Lo que sucedió es que, después del último gobierno militar y sobre todo después de la derrota de las Malvinas, la Argentina había llegado a un fin de ciclo. Alfonsín se dio cuenta. Los peronistas, obnubilados por el mito de su invencibilidad, no lo registraron. En 1983 Alfonsín ganó con el 51,75% de los votos; Macri acaba de ganar con el 51,40%. No solo la Historia; hasta los números se repiten. [3]

Hoy, después de 12 años de gobierno kirchnerista se ha vuelto a cerrar otro ciclo. Después del fallido experimento semisocialista adornado de un suave barniz pseudoperonista volvemos a intentarlo desde el ángulo neoliberal. Si consideramos las experiencias neoliberales pasadas yo diría que no hay mucho que esperar de un gobierno como el de Macri.

Sin embargo, ¿quién sabe?

Yo lo dudo, lo dudo mucho; pero a lo mejor Macri aprendió algo de la Historia.

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NOTAS:
1)-  http://constitucionweb.blogspot.com.ar/2000/12/el-dia-que-peron-echo-montoneros-de.html
2)-  En la Plaza de Mayo, llena de bote a bote, metiendo 4 personas por metro cuadrado (lo cual es una barbaridad), no entrarían más de 80.000 personas.
3)- Luder – sin ballotage – perdió con el 40,16%; Scioli – con ballotage – perdió con el 48,60%.




sábado, 7 de noviembre de 2015

ELECCIONES Y EL FIN DE LA HISTORIA


Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.
(Tomasi di Lampedusa, "El Gatopardo", Cap. I)
Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre.
El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos...
Y luego será distinto, pero peor.
Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones.
Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas,
y todos, gatopardos, chacales y ovejas,
continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.
(Ibid. Cap. IV)


Cuando el comunismo colapsó hacia fines de la década de los años '80 del siglo pasado muchos interpretaron el fenómeno como un triunfo de su contracara, la democracia liberal del mundo capitalista. En realidad, el derrumbe del comunismo se debió mucho más a la propia inviabilidad intrínseca del materialismo dialéctico, a la ilusión mítica del mesianismo proletario y a la esterilidad de la lucha de clases que a los embates del capitalismo en el marco de la Guerra Fría. No obstante, esto no fue impedimento para que muchos celebraran el hecho como un claro triunfo de la democracia.

Entre ellos, un señor llamado Francis Fukuyama publicó en 1992 un libro titulado "El Fin de la Historia y el Último Hombre" en el cual postulaba que, con la desaparición de la Unión Soviética, la humanidad entera entraría en una era de eterna paz y bienestar gracias al imperio de la democracia. La idea de Fukuyama se apoyaba sobre el famoso dicho de Churchill en cuanto a que "la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás que se han intentado" para saltar a la conclusión de que más allá de la democracia no es posible otra forma de gobierno que sea satisfactoria. Con lo cual se habría llegado al "fin de la Historia" en materia de formas de gobierno. El mensaje resultaba claro: dentro de lo políticamente viable, la democracia es lo mejor que hay y nunca habrá algo mejor.

Quizás lo primero que cabría señalar en esto es que el problema planteado es mucho más complejo de lo que parece. En primer lugar porque sostener que una determinada estructura político-social es "definitiva" – vale decir: que ya no cambiará nunca más a lo largo de toda la Historia futura – es, por un lado, algo completamente inverificable a priori y, por el otro lado, se contradice con todo lo que sabemos de los procesos y de las estructuras político-sociales que existieron durante los últimos 10.000 años de Historia conocida. Además y en segundo lugar, el concepto mismo de la democracia posee un fundamento teórico lo suficientemente débil como para que cueste mucho imaginarla como algo eterno.

Sucede que la democracia – en teoría – está edificada  sobre el axioma que la mayoría, conceptualmente, siempre tiene razón; o bien y por lo menos, que existe una mayor probabilidad que la razón esté del lado de la mayoría y no de la minoría.

El problema está en que ese axioma es falso.

Por de pronto se basa en la universalización abusiva de aquello que "cuatro ojos ven más que dos", lo cual puede muy bien ser cierto referido a determinada cuestión tratada por una pluralidad de expertos en el tema. Una enfermedad rara tiene mayores probabilidades de ser correctamente diagnosticada si el caso es estudiado por varios médicos especializados en esa clase de patologías. Pero sumarle a la interconsulta médica la opinión del portero, la de la señora que hace la limpieza y la del jefe de mantenimiento del hospital no tendría mucho sentido que digamos.

Además de eso, resultaría sencillísimo demostrar que la realidad y la verdad resultan completamente independientes tanto del contenido de las opiniones individuales como de la cantidad de personas que opinan sobre ellas. La Historia está literalmente repleta de casos de "verdades científicas" que prácticamente todo el mundo tuvo por ciertas durante siglos y que hoy desechamos con una sonrisa. Piénsese solamente en casos como el del flogisto, el éter, la teoría del biocrón, la generación espontánea y tantas otras que han caído en el olvido. Nada nos garantiza que unas cuantas de nuestras actuales teorías científicas universalmente aceptadas se salven de quedar archivadas del mismo modo.

Otro de los problemas es que la democracia directamente promueve que los diferentes segmentos o estamentos sociales – sea que éstos se constituyan formalmente en partidos políticos o no – ejerzan una fuerte influencia sobre la cosmovisión de las personas. Y que lo hagan por cualquier medio y de cualquier modo. Con lo cual la "competencia democrática" de las diferentes fuerzas políticas para conquistar el voto de los ciudadanos no es más que una lucha entre las diferentes técnicas y tecnologías de manipulación de la "opinión pública". Y detrás de esta lucha lo que uno encuentra siempre es la reducida camarilla de quienes tienen suficiente dinero como para comprarse una campaña en la que se emplearán esas diferentes técnicas y tecnologías.

O sea que en la democracia, la que termina decidiendo es una minoría y no una mayoría como pretende el axioma.

Lo cual en sí mismo no sería de objetar porque en todos los regímenes, en cualquiera de los sistemas políticos, la que toma las decisiones importantes – vale decir: la que gobierna en realidad – siempre es una minoría. El hecho se podrá tratar de barrer bajo la alfombra con mil subterfugios ideológicos y cientos de argumentos demagógicos; pero es inútil. El gobierno real de un país lo ejerce siempre una minoría (generalmente diferentes sectores de la misma minoría) con un grado mayor o menor de consenso por parte de la mayoría. Y no es cuestión de entusiasmarse demasiado con eso del consenso porque, por un lado es una magnitud muy volátil y, además, la Historia demuestra que se necesita relativamente muy poco consenso para gobernar con razonable tranquilidad.

La democracia se basa, pues, en una doble falacia. En primer lugar, la mayoría no siempre ni necesariamente tiene razón y, en segundo lugar, en una democracia la minoría gobernante está mucho más interesada en proteger sus propios intereses que en cumplir con la voluntad de una mayoría circunstancial.

La falsedad del axioma democrático se verifica en todas las diferentes denominaciones democráticas que se han inventado. No importa si se trata de una democracia popular, una democracia social, una democracia liberal, una democracia de izquierdas o de derechas. En todos los casos nos encontramos con lo mismo y la democracia ahora llamada neoliberal no es precisamente una excepción. Esta versión de la democracia – que dicho sea de paso es a la que alude Fukuyama – construida con una simbiosis de demagogia social más economía de mercado, es exactamente tan inviable en el largo plazo como lo fueron en su momento las "democracias populares" de inspiración socialmarxista y como lo son actualmente las democracias populistas que pretenden limitar los excesos de una economía capitalista fomentando los excesos de la lucha de clases dentro del marco contextual de la dialéctica marxista y la estrategia gramsciana.

Dentro de este panorama general el gran problema que presenta la postmodernidad es que no ha surgido todavía una propuesta coherente y viable, ampliamente aceptada, que supere las falacias democráticas de los actuales regímenes republicanos. Falacias que, en la postmodernidad occidental y en última instancia, se deben también al abandono de una cosmovisión organizadora centrada en lo trascendente y en lo sagrado para adoptar sistemas de organización existencial construidos alrededor del valor adjudicado a bienes contingentes del mundo material y profano. Y una de las mayores dificultades que conspira contra la construcción de una alternativa socio-política superadora es que no hay diálogo posible con quienes viven creyendo que una vida centrada alrededor de bienes materiales con la posibilidad de manifestar cualquier opinión por más estrafalaria que sea es la mejor de las vidas posibles. Y lo siguen creyendo a pesar de que los bienes materiales de los cuales realmente disponen son más bien escasos, para conseguirlos se tienen que endeudar hasta la coronilla en docenas de cuotas, y las opiniones manifestadas en la enorme mayoría de los casos no solamente le importan un bledo a nadie sino que quedan sujetas al calendario electoral para avizorar alguna remota esperanza de cambio.

Cambio que siempre termina en el gatopardismo de cambiar para que nada cambie.

El próximo 22 de Noviembre los argentinos deberán elegir un nuevo presidente. Dichosos aquellos que sinceramente creen que esta elección es importante. Lamentablemente no lo es. Y no lo es porque, más allá de las andanadas publicitarias de la demagogia electoralista, no hay nada realmente esencial que diferencie a los candidatos. El problema no es el discurso. Ni siquiera es el proyecto o los planes. El problema es la mentalidad y las prioridades que no solamente son comunes a los dos candidatos sino que resultan compartidos por toda la casta dirigente del país; tanto la política como la empresaria.

Sea con Scioli, sea con Macri, en la Argentina no cambiará nada sustancial el 11 de Diciembre. Y no cambiará porque si nuestros dirigentes no cambian de mentalidad tampoco cambiarán de comportamiento; y si no cambian de comportamiento los únicos cambios que cabe esperar son cosméticos y superficiales. Los cambios realmente importantes se irán produciendo por el desgaste natural del sistema, tanto a nivel mundial como a nivel local.

Porque la democracia – sea del partido político que sea y sea cual fuere el adjetivo calificativo con el que se la adorne – no representa el fin de la Historia.

Con suerte, puede llegar a representar el principio de otra Historia que todavía no ha comenzado.